Manuela Rosas de Terrero


Ella sobrellevó la forzosa soltería en la corte palermitana:
su vida pública se deslizaba entre la diplomacia y la sangre.
En 1852 se rebeló. La voluntaria soledad del padre,
empecinada en provocarle sentimientos de culpa,
no empañó la felicidad de su largo matrimonio.
Tampoco enfrió su amor filial.
El testarudo restaurador de las leyes
[1] murió en sus brazos.



En mayo de 1817 llegó al mundo el segundo vástago del matrimonio Rosas- Ezcurra: Manuelita.

Una niña que se crió según los dictados de la época, pero con la desventaja de un padre absorbido por las tareas rurales o por la política, y de una madre que no tomó en cuenta a sus hijos, ni a otra cosa que no fuera su actividad proselitista a favor del marido.

Manuelita, quien no poseía el carácter vehemente de su madre ni la frialdad ejecutiva de su padre, vivió en las sombras, hasta que Encarnación y Juan Manuel, preocupados por ganar las simpatías de los sectores humildes, decidieron sacarla del anonimato para que los representar en fiestas y candombes.

Manuela fue un y otra vez, y continua siéndolo, una caja de sorpresas.

Hacia 1838, era una adolescente hueca y frívola, con escasos rudimentos de escolaridad, y, unos años después se convirtió en una experta en política exterior.

Es curioso que el padre haya relegado de toda función a su hijo varón. Quizá esto pueda explicarse por la omnipotencia que demostraron las mujeres que conformaron y entorno; su madre doña Agustina, su esposa Encarnación.

En definitiva su auxiliar política fue “la niña”, quien se desempeñó como encargada de las relaciones públicas y diplomáticas.

No obstante que siempre desarrolló sus funciones bajo la dirección de su padre, ella supo imprimirles su impronta. Se destacó por su carácter bondadoso. Quienes hemos tenido la oportunidad de leer la correspondencia de la secretaria de Rosas, sabemos que esta mujer recibía pedidos de todo tipo, desde demandas de ayuda financiera, hasta súplicas de indultos a penas de muerte. Por insólito que parezca su actividad política era tan valorada que hacia 1840 entre los Federales más radicalizados se promovió un movimiento para que en el caso de morir Rosas, fuera ella quien lo sucediera, por ser imprescindible que el gobierno quedara en manos de quien más profundamente conociera los negocios públicos.


Oleo: Prilidiano Pueyrrredon (Obsérvese la diferencia con el boceto)



Pero… ¿cómo era esta Manuelita que en la cuestión Anglo –francesa contra la Confederación, a fin de obtener beneficios en las negociaciones fue llevada a usar sus encantos? Cuán seductora sería que en esa actividad despertó amores apasionados en Lord Howden, en John Mandeville, en el Comodoro Herbert, en el almirante Le Predour, que dejó hombres impresionados y amigos que jamás la olvidarían, carteándose con ella hasta el final de sus vidas, como el barón Marevil, el de Macku y Enrique Southern. Según William Mac Cann, quien lo frecuentó, ella poseía grandes atractivos y disponía de muchos recursos para cautivar a los visitantes y ganar su confianza.

Fue el centro vital de todas las fiestas, un espíritu alegre siempre dispuesto a la diversión. Poseyó su “propia corte” en los jardines de Palermo, donde desarrolló su vida pública, y la fortuna de un “salón” de gente joven. A sus tertulias asistía lo más rancio de las aristocracia federal y algunos sospechosos de ser unitarios.

Como ya dijimos su educación no superó la acostumbrada para las mujeres y, se encuadró en la tradición hispánica de sometimiento a los padres. ¿Fue este respeto el que la mntuvo años en la soledad? ¿El que la hizo llegar a una edad en la cual una mujer era ya una solterona irredenta?

No sólo los diplomáticos europeos aspiraban a llegar a su corazón. Desde siempre había estado Máximo Terrero aguardando. Hijo de don Nepomuceno, amigo y socio de Rosas, se desempeñaba como secretario del restaurador.

Aunque todo el mundo sabía de ese noviazgo, e incluso en ambas familias existía la creencia de que algún día se casarían, ese día jamás llegaba. La situación de Terrero era por demás desagradable, su novia presidía todas las celebraciones a las cuales él no era siquiera invitado. Como vivía en la residencia de Palermo era testigo de los “flirts” entre su amada y los europeos.
Así como todo el mundo conocía que eran novios a nadie se le escapaba que la soltería de Manuela era forzosa.

Don Juan Manuel rechazaba el matrimonio de los jóvenes. Su oposición no era contra Máximo, pretendiente inmejorable, sino contra el casamientote su hija. ¿Qué causas pesaban en su ánimo para justificar semejante actitud? Por una parte el gobernador amaba entrañablemente a su hija, pero con un amor tan egoísta que no podía permitir que Manuela perteneciera a otra persona, por otra, no hay que olvidar el papel político que la joven desempeñaba. De casarse la niña, los secretos de estado se habrían convertido en secretos de alcoba. Eso no hubiera resultado práctico para los fines de gobierno.

En ese estado de cosas esta mujer sobrepasó los 35 años y, para su dicha e infortunio, llegó Caseros.



Manuelita en edad madura



Con la derrota, ella conoció largas horas de angustia, su amor era inalterable y antes del destierro, sufrió mucho al saber que su Máximo, había caído prisionero de las tropas de Urquiza.

Apenas el jefe entrerriano le concedió la libertad, fue a unirse con su Manuela. Ella, contradiciendo una vida de obediencias se casó con él, aún cuando su “tatita” no asistió a su boda, y se negó a vivir bajo el mismo techo con la pareja.

Cuando manuelita le comunicó su decisión de casarse, el viejo de los ojos azules, le respondió que era una “crueldad inaudita”. Rosas exigía en nombre del amor filial, un destino de soltería que Manuela declinó.


Pasados los años, don Juan Manuel, un viejo solitario en el exilio, recluido en su quinta en Southampton, más terco aún de lo que siempre había sido, continuó repudiando la desobediencia de Manuelita y recriminándole el casamiento. Pero, aunque persistía en masticar su veneno, no hacía otra cosa que hablar de sus nietos cuando ellos, terminadas las vacaciones, regresaban a su casa en Londres. De los dos chicos, Rodrigo era el preferido.



Manuela Rosas de Terrero con sus hijos


Sus vidas quedaron marcadas por esa incapacidad para compartir el corazón de “la niña”. La alegría de su hija fue para don Juan Manuel una “crueldad inaudita”[2]. Ella no se equivocó, con Máximo vivió cuarenta y dos años de excelente matrimonio.

La noticia del casamiento fue el acontecimiento del año en Buenos Aires. “La niña” había quedado liberada de la tiranía paterna; su abnegación había terminado.



Quedan algunos puntos para pensar:


Habría que recordar que Manuela repitió la historia del padre cuando se casó con Encarnación. Frente a la oposición familiar, él armó un escándalo, secuestrando a la novia, y avisando que había pasado con ella la noche, que si bien concretó la boda, lo condujo a una ruptura que duraría años.


Manuelita en edad madura


¿Porqué en Buenos Aires, Manuelita relegó a Terrero? Se pueden barajar varias hipótesis



a) miedo a que el despotismo del padre, borrara del mapa al novio.

b) Renuncia a perder las prebendas de las que gozaba esa “estrella del federalismo”

¿Por qué Manuela se rebela apenas llegaba a Inglaterra donde era pobre y desconocida? ¿Se puede deducir que acaso el “carácter práctico” del que habla maría Sáenz Quesada haya sido en realidad una muestra de un temperamento calculador, contrariando la opinión generalizada entre amigos y enemigos de su dulzura y bondad?

La verdad ha quedado en el corazón de los protagonistas.




Foto: Manuelita, ya anciana.





Foto: Máximo Terrero, ya anciano


Nosotros tan sólo podemos asomarnos por la ventana de una vieja fotografía para emocionarnos con esa pareja de ancianos unidos por un inocente ternura


Manuelita y Máximo ancianos





CARTAS PARALELAS

Un hijo es producto de una familia, de sus actividades, de sus deseos, de sus pesares. Don Juan Manuel antes de ser padre fue hijo, y si algo puede disculpar su egoísmo surge de la lectura de las cartas, que presentamos resumidas, donde vemos como repitió con Manuela los manejos culpógenos de los cuales fue a su vez víctima.


Carta de Da. Agustina López Osornio a su hijo Juan Manuel de Rosas en 1819

Mi ingrato hijo Juan Manuel. He recibido tu carta… este día tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres el que falta, el porqué tú lo sabrás… Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso no se pasa tanto tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo que su alejamiento ha hecho nacer en el corazón de su madre el luto y el dolor.
Me dices que un velo cubra lo pasado y que te permita venir con tu fiel esposa, tus caros hijos… y que vuelvan a unirse dos casas que jamás han estado desunidas… Te digo en contestación… que los brazos de tu madre estarán abiertos para estrecharte en ellos…”


Carta de don Juan Manuel de Rosas a su hija Manuela, en abril de 1859

“Mi querida hija me apresuro a decirte que ya no puedes venir a esta casa, seguiré en ella solamente los trabajos que ya no puedo dejar porque están contratados. Con concluido eso, y así que pueda encontrar alguna criada voy a otra parte. Iré a Londres. Y seguiré así de caminante, o de lo que Dios disponga. Tengo mis razones…”


Recordamos que Rosas murió en su granja de Southampton, a los 84 años de edad en brazos de su hija.






DOCUMENTOS



Carta a Manuelita 25 de septiembre de 1851








Carta a Manuelita 14 de diciembre de 1840









___________________________________________

1) Título dado al gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas.
2) Conversación entre don Juan Manuel de Rosas y don Salustio Cobo en Southampton en 1860





© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet publicado en septiembre de 1993

* Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Fermina Zárate y tantas otras como ella

Dibujo: Revista Antón Perulero, Buenos Aires, diciembre 1875


Mansilla sorprendido le preguntó a la mujer
- ¿A pesar de ser cautiva cree Ud. en Dios?-
Fermina tiene su respuesta:
- ¿Y qué culpa tiene él de lo que me sucedió? Más culpa tiene el hombre blanco que no sabe defender a los suyos.-



Durante muchos años las tierras que rodean al conurbano de Buenos Aires hacia las provincias fueron escenarios de luchas, de muertes, de desolación y de desgarro cultural. Se enfrentaban dos grupos humanos: el de los blancos que quería ampliar sus fronteras y; el de los indígenas, verdaderos dueños de las llanuras, que no las defendían.

La lucha era despareja: alguna vez la fuerza del malón arrasaba un magro fortín en el que los criollos rendían sus vidas a pesar del pertrecho; en general, las armas de fuego diezmaban al indio.

De entre tantas víctimas, hubo una que dejó en los enfrentamientos mucho más que la vida: la mujer, que desde la llegada al fortín se preparaba para un rosario de pérdidas.

Ella ha sido a lo largo de la historia botín de guerra, y en las luchas de fronteras, perteneciera a uno u otro bando, fue la gran perdedora. No era masacrada; raptada por el vencedor dejaba atrás sus afectos, su dignidad, sus patrones culturales.

Fue víctima la india, “la china” que “satisfizo” el deseo de la soldadesca y, la cristiana que era llevada a la toldería, alejada de toda esperanza.

Cientos de familias, sin diferencia de clases, perdieron madres, hijas, hermanas. Desde la habitante del fortín a aquella encumbrada señora que eventualmente viajaba de un punto al otro por la Pampa, fueron arrastradas al galope junto al pecho de un desconocido que, desde allí sería su señor.

La vida de la mujer en el siglo XIX no era fácil, pero mucho menos lo era entre los indios. El hombre era guerrero, todo el resto del trabajo para la supervivencia quedaba en manos femeninas. Era desde la cultura de los blancos “una esclava paridora”. Para la cautiva la existencia era más conflictiva que para las propias mujeres indígenas. Sufría la imposición del hombre que la había apropiado y, el maltrato de las indias mientras fuera la favorita del raptor.

Innumerables relaciones nos cuentan de sus zozobras, de los artilugios que urdían para huir de sus captores y, de las torturas a las que eran sometidas. Sin embargo, otros relatos como los de Mansilla, pintan su situación con matices muy diferentes.

Sabemos que las familias afectadas nunca se resignaban a este tipo de pérdidas y recurrían al rescate por dinero, la mayor parte de las veces en vano. También sabemos que los militares triunfadores insistían en devolver las blancas rescatadas, “a la civilización”; ellas se negaban a regresar.

¿Porqué? Había muchas razones, de nuevo entre los suyos, despertaban recelos por su convivencia con el “salvaje”; sufrían nuevamente el desgarro de ser separadas de los hijos, esta vez de los mestizos. Basta recordar la canción “…Ya no soy Huinca(1) Capitán, hace tiempo lo fui..”

El prejuicio, la distancia, ¿Por qué no el amor?

Allí está Fermina Zárate, la esposa del cacique Ramón Cabral, a quien había dado muchos hijos; ella rechazaba con horror la propuesta de Mansilla de volver a Buenos Aires. En los toldos estaba su vida, si había sido cristiana el amor por ese hombre que fue un desconocido, le había desmemoriado el corazón.

Fermina es sólo una de las tantas anónimas que cruzaron su sangre logrando con el amor la libertad.


(1) Huinca: apelativo que los indígenas daban al hombre blanco.




© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del original publicado en mayo de 1994
* Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.


* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Rosas y Eugenia Castro

Le otorgaron la tutoría y la convirtió en su amante.
Fue padre de los seis hijos del silencio. Cuando confesó su amor ya era tarde.





Difícilmente había podido imaginar don Juan Manuel las consecuencias que para su vida toda acarrearía la derrota de Caseros.

Febrero de 1852 marcó el comienzo de la pérdida de todos sus poderes, y fue tan devastador para él que tuvo fortuna y mando desde que abrió los ojos a la vida.

Huido de la batalla, mientras firmaba su renuncia apresuradamente en la que hoy es Plaza Garay, perdía su autoridad política. De inmediato le fueron confiscados todos sus bienes, lo cual lo redujo a llevar una vida austera, en su granja de la campiña inglesa. Su tiranía sobre Manuela acabó apenas pisaron el suelo del destierro, ella entregó su corazón a máximo Terrero y puso casa en Londres. Sus prerrogativas de amo y señor sobre Eugenia Castro, cuando esta se le plantó con un “no”, cayeron demoliendo su influencia absoluta sobre los semejantes.

Eugenia Castro salió a la luz pública en 1886, cuando sus hijos iniciaron querella por la herencia de Rosas. Su destino se define, cuando a los trece años, allá por 1835, llega a la casa del gobernador, en calidad de entenada, impulsada por las veleidades de su padre el coronel Juan Gregorio Castro, que al dejarla huérfana coloca allí su tutoría.

Su vida transcurrió como la de una sirvienta con ciertas ventajas; fue enfermera de Encarnación Ezcurra en sus últimos tiempos, hasta que don Juan Manuel se prendó de sus vivaces ojos negros, de su físico sensual, la hizo su amante y la llenó de hijos bastardos.

Estos amores habían comenzado hacia 1839/1840, luego de producida la muerte de la esposa. Según le contara Nicanora, una de las hijas, al periodista Pineda, Eugenia Castro cayó en brazos del viudo forzada en su voluntad. Y es de imaginar que muy pocas chances pudo tener esta mujer- que luego, probablemente, lo amó- de rechazar sus pretensiones viviendo en la misma casa.

Según algunos datos, la joven ya había conocido el amor con un sobrino de la familia que reconoció a la primera de las hijas: Mercedes Costa. Luego comenzó a dar a luz a los hijos de Rosas: la primera Ángela en 1840, y luego Emilio, Joaquín, Nicanora, Justina y Adrían.

Antes del traslado definitivo de la familia al Caserón de Palermo, cuando los embarazos avanzaban a Eugenia se la escondía allí. Más tarde a medida que los hijos se sumaban, los allegados fueron conociendo y aceptando la situación. Juan Manuel no podía permitirse hacer pública esta distracción para su viudez; sin embargo parte de ello se había filtrado y los opositores desde Uruguay, criticaban que obligase a su hija Manuela a vivir bajo el mismo techo que su querida.

La realidad es que ambas mujeres no se molestaban, incluso tuvieron buen trato.

Los “hermanitos” despertaban la ternura de Manuela, que en ese entonces ya pintaba para solterona; y no sólo mantuvo correspondencia con ellos hasta después de la muerte de Eugenia, sino que se comenta que cierta vez conminó al padre que de volver a casarse lo hiciera con Eugenia.

Cada una tenía su tarea: Manuela la embajadora; Eugenia ciertas funciones de ama de casa, cuidando los achaques del gobernador, afeitándolo, cebándole mates, preparándole sus cigarros, sentándose a su mesa, paseando juntos en coche con su prole.

A pesar de tener cierto reinado sobre la vida doméstica de Palermo, se la conoció como “la cautiva”, a raíz de la situación de reclusión en la que vivía.

No se le conocieron al restaurador muchas mujeres durante su función pública, aunque todas las que lo rodearon tuvieron peso decisivo sobre él. Y si las hubo, mantuvo absoluta discreción. Apenas si se sabe del enamoramiento que sintió por Juanita Sosa, la amiga de su hija, o de los amoríos con Marcelina Alen
[1], la madre de Hipólito Yrigoyen, que alimentaron la teoría de que el caudillo radical era hijo del restaurador de las leyes.

Si todas las mujeres que lo rodearon tuvieron tanta influencia, se debía a que eran descollantes. Encarnación consolidó la posición política del marido manejando desde la retaguardia, con voluntad de acero, los hilos del poder. Manuelita con su gracia y perspicacia, fue la mejor “ministra de relaciones exteriores”, su confidente y mano derecha. Pero, pese a ser ambas “Rosas” y, poseer estas condiciones, ninguna de ellas había conocido otra voluntad que la del rubio brigadier. “La cautiva”, en cambio, que nada había sido, ni nada había tenido, decidió por sí misma en medio del huracán y deja a Rosas con agua entre las manos.

Veamos como fue esto. Producida la derrota de Caseros, Juan Manuel y su familia se refugiaron en un barco inglés: Eugenia no se contó entre ellos. No volvieron a verse, pero ella, embarazada, tiene tiempo de prepararle el equipaje y, él para dejar en manos de Terrero los asuntos de la herencia que a ella le correspondía por su padre: una casita en el barrio de la Concepción, algo de dinero, y 21.000 pesos que van de regalo.

La vida en Inglaterra no fue fácil. Manuela, rápidamente, se casó con Terrero. Juan Manuel comenzó a escribirle a su antigua amante, la reclamaba junto a Angelita y Emilio que eran sus preferidos. El amor de madre hacia los otros hijos, los que no habían sido llamados, pone las cartas en manos de Eugenia, que elije el destino: para sí la miseria, para el brigadier la soledad.

En la correspondencia posterior, Rosas le reprochó amargamente su ingratitud, e incluso, le propone que de obtener dinero la mandaría a buscar junto a todos los vástagos. Era tarde, Eugenia instalada en su casita trabajó como lavandera, como sirvienta, como enfermera, se juntó a otro hombre y perdió la salud al poner en el mundo otros dos hijos.

Crió a sus “bastardos” en la mayor privación, de modo tal que salvo Nicanora de quien se decía que poseía modales naturales de “señora”, todos eran analfabetos y rústicos. Por ironía del destino, Adrián (pocero en Lomas de Zamora) y Joaquín (peón de campo la provincia de Buenos Aires), eran la estampa del padre.

En 1876 ella murió tan silenciosamente como había vivido. Un año más tarde, Juan Manuel, oceáno por medio, apagó también su existencia.

Pero, ¿Qué había pasado con la vida amorosa del ex gobernador en los 25 años que duró su destierro? Se había disipado, según el testimonio de su propio hijo, corría tras las mujeres de mal vivir, en compañía de dos amigotes de mala laya. Encontró incluso algún consuelo en Mary Ann Mills, su criada.

Sin embargo las mujeres de su vida había desaparecido, muertas o lejanas, eran fantasmas que poblaban ese remedo de pampa que improvisó sobre la campiña de Southampton.



[1] Leandro N Alem cambió la ortografía del apellido, para diferenciarse de su antepasado Alen, mazorquero de terrorífica fama.



*

*

*


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del artículo original publicado en enero de 1994

* Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.


* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Mariquita Thompson

A los 18 años rompió el molde de la patria potestad.
No le importó ser el molde de un Buenos Aires pacato.
Con la fuerza de su personalidad logró vivir fiel
a los dictados de su corazón.



Mientras la amita, ayudada por sus negras, preparaba los zumos para el licor de mandarinas, las niñas charlaban en la sala.
Criticaban por lo alto, se susurraban al oído, se ruborizaban con risitas sonsas; es que no se hablaba de otra cosa en aquellos días de julio de 1805: Mariquita se casaba por fin con su primo Martín Thompson.

En la monótona vida provinciana del virreinato, el caso de María de los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, había dado que hablar durante cuatro años. Una vez resuelto, era el escándalo de los padres, que veían amenazada su hasta ahora indiscutible autoridad, los “Jesusmaría” de las obsecuentes madres y la envidia de las niñas convencionales.

Mariquita osó con el “juicio de disenso” enfrentar a la sociedad de su época; cuestionó el concepto social del amor, demostrando ser lo que siempre sería; una mujer valiente, de pensamiento independiente, que se adelantó más de una centuria a sus contemporáneas.

Bella, joven y rica heredera, hija única de un influyente matrimonio que había aguardado quince angustiosos años para ser padres.

Él también hijo único, desde la niñez quedó envuelto en la leyenda a raíz de su trágica historia personal. Muerto su padre cuando él tenía apenas diez años, su madre había tomado la decisión de recluirse en un convento de clausura. Quedó, así, huérfano de padre y madre, bajo la tutela de su padrino que lo inscribió en la “Escuela de guardiamarinas de Ferrol. Cuando en 1801 volvió de su viaje de estudios, se encontró con esa mujercita de catorce años, pequeña, pero de espíritu enérgico que reconoció en ese “Lord Byron criollo” al príncipe de sus sueños.

Don Cecilio Sánchez de Velasco y doña Magdalena Trillo se opusieron
terminantemente a esos amores, “caprichos juveniles” decía el padre, que ya había elegido el futuro para su hija. Muy encandilado estaría don Cecilio con los blasones de don Diego de Arco, familiar de los marqueses del Arco Hermoso, para entregarle su hija, cuando su fama de jugador y mujeriego era tal, que su propio padre lo había desterrado a Buenos Aires.

Mariquita, que con razones se oponía, no era atendida en sus reclamos. Su resolución fue asombrosa, el mismo día de la fiesta de su compromiso oficial, reclamó al virrey Sobremonte un representante ante el cual declaró que se la casaba a la fuerza. La ceremonia se suspendió por orden del virrey.

Todo Buenos Aires sabía de las penurias amorosas de estos jóvenes que no cejaban en su empeño y, seguían frecuentándose. Las influencias se movieron: Martín fue enviado a Montevideo y ella pasó largos días en la casa de Ejercicios Espirituales.

En 1804 la pareja inicia el juicio de disenso. Para ese entonces su padre había muerto, pero su madre seguía intransigente. Mediante ese juicio se pretendía apelar a la máxima autoridad, para concretar la unión, prescindiendo de la autorización materna.

El proceso fue tan ruidoso que llegó a España, inspirando a Moratín para escribir “El sí de las niñas”.

Doña Magdalena Trillo argumentaba que no quería ese yerno, porque a causa de su formación militar carecía de conocimientos para administrar sus comercios.

El tribunal falló a favor de los novios, quienes se casaron a fines de julio de 1805. Con el tiempo se comprobó que la madre de la novia no se equivocaba, la fortuna de su hija mermó considerablemente.

Los años fueron transcurriendo placidamente, el halo de romanticismo de su valeroso amor, los tornó a la vida pública, en la que luego de los sucesos de Mayo de 1810, los unió aún más el compartir los ideales revolucionarios.



El 16 de enero de 1816 sería el último día que compartirían. Martín partía en misión secreta a los estados unidos, para conseguir el apoyo del presidente Madison, los contratiempos que vivió en su destino lo precipitaron a la locura. En 1819, regresando a Buenos Aires, murió en altamar.


La viuda de 30 años, en 1820, se casó con Washington de Mendeville, un noble francés que sería cónsul de su país en el Río de la Plata. Su vida con él fue desdichada, hasta que su esposo en 1835 partió hacia Ecuador, para cumplir función diplomática.


Mendeville y Mariquita no volvieron a verse, aunque mantuvieron correspondencia hasta 1863, año en que él murió.

Ella le escribió a Juan Bautista Alberdi, al abrirse la sucesión: “He hecho con mi marido acciones más que heroicas. Dos veces ha estado su consulado en el suelo; yo lo he levantado mil veces, su locura hubiéramos estado en el fango y mi prudencia y paciencia lo tapaba todo. No le he dado un disgusto, mi fortuna a manos llenas. Conocí a este hombre el más infeliz, había venido por un desafío desgraciado y confiado en tomar servicio aquí. Pero las circunstancias lo aterraron y se vio reducido a dar lecciones de música. Yo no tenía más voluntad que sus caprichos”.

Mariquita, tan visionaria, tan preclara, tuvo una vida amorosa signada por las equivocaciones y la desdicha. Aunque se quejara con amargura, seguramente vivió convencida de haber actuado bien, de haber obedecido las órdenes de su corazón, único tirano que podía tolerar.

Por algo, ya en su ancianidad, escribió a su hija Florencia: “mujer que tiene pasiones tiene mérito y, sea en la clase que sea, tiene corazón y es lo que aprecio”.

© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en 1993

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog

Juan martín de Güemes y su enamorada

Esposa de un Gaucho aristócrata y guerrero,
la pavorosa vigilia la consumió.
El constante temor por la muerte de su amado, quebró su salud.
La realidad le asestó el golpe de gracia:
murió de tristeza y amor.



Imagen: Cármen Puch de Güemes


Carmencita Puch tocó el cielo con las manos el día en que Martín Miguel de Güemes le propuso casamiento. Casi podría decirse que había nacido amándolo. Y si el caudillo llegaba a su vida era por una circunstancia fortuita.

Güemes, hombre de muchas mujeres, se había enfrentado al padre de su prometida -Juana María Saravia- cuando éste le exigió que cortara las relaciones amorosas, paralelas al noviazgo que mantenía con una jujeña.

Imagen: Martín Miguel de Güemes


Deshecha la boda, Macacha Güemes, que conocía el enamoramiento de la Puch hacia su Martín Miguel, le insistió a su hermano para que se fijara en ella. En una semana arregló el matrimonio; cuando en 1815 se casaron, él tenía treinta años y ella dieciocho. Este extraño gaucho aristocrático se llevaba la perla salteña. De una belleza casi perfecta, los cabellos rubios le enmarcaban un rostro de ángel donde relampagueaban los ojos de un azul profundo. No sólo era la más hermosa de la sociedad de Salta, sino que destacaba por la dulzura de su carácter.

Pero, si con Martín Miguel de Güemes tocó el cielo, al mismo tiempo conoció el infierno.

Debió aceptar su destino como esposa de un guerrero, pero se mantuvo sometida a una constante vigilia, a un presentimiento permanente que la atormentaba con la bala traidora que los separaría. Carmen Puch vivió oteando el horizonte desde el mirador de su casa; desmayó en su salud una y mil veces por el pavor de no volver a verlo. Hasta que su fantasma se hizo realidad.

Cierta noche Juana Manuela Gorriti, que era una niña, emergió del sopor del sueño, asombrada de que su progenitor hubiese abandonado el frente de batalla. Gorriti no podía creerlo, habían perdido a Güemes, uno de sus mejores hombres. Nadie tuvo coraje para confesarle a su esposa la verdad. Al día siguiente, ésta se preguntaba por qué Martín Miguel demoraba tanto en enviarle noticias.

- Anoche oí llegar un caballo y pensé que era él- decía Carmen.


- Era mi padre- La indiscreción se escapó de los labios de Juana Manuela, (quien lo cuenta en sus páginas literarias) sumergiendo a la esposa del salteño en una depresión inmediata.

Al hacerse la luz en su mente sobre el sentido de la llegada de Gorriti se oscureció para siempre su corazón. Crespones y lutos fueron sus únicos indicios de su existencia, ni siquiera el amor de sus tres pequeños hijos pudo despegarla de la desesperación.

Nueve meses después que su marido, a los 25 años, murió de amor; feliz en su desdicha, convencida de ir al encuentro de su Martín Miguel.




Imagen: Macacha Güemes en su vejez



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en enero de 1994
*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Manuel Belgrano, decente y apasionado

Fue un hombre galante a quien gustaban apasionadamente las mujeres.
Una historia pésimamente documentada difundió comentarios que
rozaron su imagen de varón,
fundamentados en un episodio que se registró en campaña
en el cual la proverbial discreción del prócer
se interpretó arteramente.





Cuando tenía algo más de 40 años, destacado en Tucumán, el bien parecido y seductor general, tenía la posibilidad de elegir para compañera a la mujer que quisiera y, fue una niña de quince años, la que tocó su corazón: la bella Dolores Helguero, hija de una familia patricia de esa provincia.

La geografía del norte había sido escenario de varios de los amores de Belgrano.

Hasta allí le había seguido María Josefa Ezcurra, cuando abandonada por su marido, podía vivir con él, en libertad, el viejo amor que los unía. Permancieron juntos en la Campaña del Norte, hasta que embarazada, regresó para tener a su hijo, el que por convenciones sociales, no fue un Belgrano, sino un Rosas, cuando Juan Manuel y Encarnación Ezcurra lo hicieron pasar por hijo propio

Luego había tenido por amante a la pintoresca Isabel Pichegru. Aquella francesa que escandalizaba a sus contemporáneos con sus modales y esas osadías inexplicables de los vestidos cortones y ajustadísimos; que no le había resultado una relación sin importancia, porque para cuando conoce a Dolores, aún tenía el espíritu comprometido por aquellos tormentosos amores.
No estaba en el destino de Belgrano lograr un amor en el que reposar sus muchos pesares. Y posiblemente la relación con Dolores Helguero, fue la más dolorosa, ya que el destino se encargó de darle un dramático final y, fue durante 6 años la comidilla de la sociedad tucumana.


De ese romance nació Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano, a la que el patriota le dedicó el más tierno amor y no olvidó a “su palomita”, como él la llamaba, ni en el lecho de muerte. En su testamento, redactado en mayo 1820, encomienda su crianza a su hermana Juana, e instrucción y dirección espiritual a su hermano sacerdote.

Manuel, tuvo hacia Dolores una actitud seria y comprometida. Le había dado palabra de matrimonio porque deseaba fundar con ella una familia, siendo este uno de sus más caros anhelos. Pero en ese entonces, el general estaba absorbido por las batallas de la Campaña del Norte cuyo ejército comandaba, y el matrimonio no se concretaba.

En uno de los encuentros que los amantes iban teniendo a lo largo de los años, Dolores quedó embarazada y cuando Belgrano pudo regresar por fin para casarse, halló que ya había sido desposada por un tal Rivas, por arreglo de la familia Helguero.

El desconsuelo fue inmenso, especialmente porque el marido abandonó rápidamente a su esposa. Belgrano que deseaba cumplir con la palabra empeñada, averiguó secretamente a donde se había dirigido Rivas; cuando confirmó que lo hacía hacia Bolivia, despachó chasque tras chasque para saber que destino había corrido; si había muerto para poder concretar su matrimonio. Jamás pudo confirmarlo.

Ella, desesperada abandonó la ciudad de Tucumán para radicarse en Catamarca. Él, enfermo, derrocado en Vilcapugio y Ayohuma, vapuleado por el gobierno, sintió que su vida se acababa. Manuela Mónica tenía apenas un año, antes de partir definitivamente de Tucumán a Buenos Aires, Belgrano pidió verla por última vez, y quizás ese recuerdo haya sido una luz en su agonía.


Manuela Mónica. Detalle del Oleo de Pripidiano Pueyrredon


El 20 de junio de 1820, Buenos Aires en la anarquía, conoció el día de los tres gobernadores. En medio del caos, solamente un diario se ocupó de comunicar su muerte en una pequeña nota.

Belgrano no murió del todo ese día. La hija perpetuó su sangre y su apellido, fundando la familia de los Belgrano Vega y, sintetizó lo que seguramente su padre hubiera deseado para ella. Una mujer culta que dedicó su vida a su familia y a reclamar aquellos 40.000 pesos que el gobierno debía a su padre, para que las cuatro escuelas que él había dispuesto se levantaran con ese dinero, fueran fundadas.





© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna Versión para Internet del artículo publicado en mayo de 1993 *Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores. *La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Los amores del virrey francés

La vida de Liniers estuvo signada por pérdidas, dificultades y desilusiones sin fin. Él, sin arredrarse, las aceptaba y continuaba cumpliendo sus deberes.



Como tantos otros hombres que pueblan las páginas impresas de la historia, fue tan valiente como ingenuo.

Aunque provenía de noble cuna y vieja estirpe, cuando llegó a la vida, encontró a su familia empobrecida. Realizó su carrera militar en España, y a los quince años había obtenido la cruz de caballero.

Bajo bandera española peleó contra los argelinos, los ingleses y realizó trabajos de hidrografía.

El destino quiso traerlo al Río de la Plata, donde encontró el encumbramiento y la tragedia.

Tenía 53 años cuando reconquistó Buenos Aires de manos inglesas, con sobrado valor. Y fue, justamente, el coraje que no tuvo Sobremonte, el que lo convirtió en Virrey.

Su vida política no fue a la zaga de la sentimental.

A los 30 años se casó en Málaga, con Juana de Mendivel, que lo dejó viudo, un tiempo después de darle a su primogénito: Luis.

En 1791, en Buenos Aires, a los 38 años, contrajo matrimonio con María Martina Sarratea, de 19. Ella que provenía de una distinguida familia, debió amarlo mucho, para aceptar a ese francés tan apuesto como pobre, cuya situación sólo prometía penurias.

Vivían agobiados por las dificultades económicas, de modo que se sintió muy reconocido con el Virrey del Pino, cuando en 1803, lo nombró gobernador interino de Misiones, aún cuando para llegar a destino, Santiago y María Martina tuvieron que vender muchas pertenencias y pedir dinero prestado.

La mala suerte, decididamente, lo perseguía, a pesar de llevar la gobernación con excelencia; por las honestas criticas que realizó en un informe, fue destituido. Afectaban, claro está, intereses, que no debían ser mencionados.

Emprendieron el regreso, buscando la forma más segura y económica, porque en los dos años que habían vivido en Candelaria, no le habían pagado los sueldos.

Bajaron por el río Paraná. Hicieron escala en el Paraná de las Palmas, para que María Martina diera a luz a una niña con la que se apagó la vida.

Sin su compañera, junto a su prole, continuó viaje, para ver morir, un poco más adelante a su hija Francisca Paula. Reunió a los hijos que le quedaban, Luis de 21, María del Carmen de 13, María Enriqueta de 9, José Atanasio de 7, Santiago de 6, Mariano de 3, María de los Dolores recién nacida y se instaló en Buenos Aires.

En 1806 cuando desfilaba como héroe de la Reconquista de Buenos Aires, una bellísima mujer le arrojó desde su balcón un pañuelo perfumado. Liniers lo recogió al vuelo con la punta de su espada, la saludó caballerosamente y se inició, así, un volcánico romance.


La llegada de Anita Perichon y su familia a principios de siglo había sacudido a la sociedad porteña. Era una mujer deslumbrante, con abolengo, mundana, que hizo estragas en la población masculina de Buenos Aires.

Para algunos historiadores llegó soltera, para otros, casada con Edmundo O´Gorman, sobrino del famoso protomédico porteño. De una forma u otra, se trató de un matrimonio desdichado por la incompatibilidad de caracteres; a esto se sumaba su desprestigio por haber abandonado el ejército inglés; y por sus actividades de contrabandista. De un viaje que había hecho en 1805, Edmundo regresó acompañado por el espía inglés Burke, quien rápidamente percibió que la belleza de Anita podía ser clave para obtener informaciones de alcoba, para servicio de la corona inglesa.

El marido, expulsados los ingleses de Buenos Aires, debió refugiarse en Brasil. Entonces, Liniers, pasó a vivir abiertamente en la casa de la francesa.

Fue su punto débil, todo se lo consentía. Detalle conocido por los servicios de espionaje y por la población en general, que despectivamente la llamaba: “Perichona”. Alarmados de ese escándalo que operaba sobre la voluntad de Liniers, obteniendo logros tales como la capitulación a favor de Beresford, la libertad de Guillermo White, etc.

La realidad era que Burke manejaba los hilos detrás de las marionetas.

La situación internacional era sumamente compleja. En Río de Janeiro, la infanta Carlota estaba protegida en sus aspiraciones por la escuadra inglesa. La regente suponía a Liniers, contrario a su gobierno, por influencia de su compañera.

Burke que era emisario de los marinos ingleses, le prometió sacar a la Perichon del medio. Complacía a Carlota, y satisfacía una necesidad imperiosa para él y para Inglaterra: las exigencias de Anita, se habían tornado insoportables para la corona.

Las desgracias de esta espía del Río de la Plata, comenzaron a raíz de un episodio ocurrido en su casa de la calle Reconquista. El alboroto se desencadenó, cuando se insultó al rey Fernando y se ensalzó a Napoleón que lo tenía prisionero.

A pesar de la pasión que sentía por ella, las presiones ejercidas sobre Liniers lo obligaron a desterrarla. Allí no acabaron los dolores para el virrey, ya que Burke se encargó de escribirle la verdad sobre las tareas de espionaje de su amiga y, que probablemente desde hacía tiempo, venía trabajando por la causa de la independencia.

La “Perichona” recaló en Río de Janeiro; donde continuó enamorando galanes. Lord Stragford ocupó el lugar de Liniers.

A Carlota, la presencia de la casquivana francesa le molestaba tanto que la echó de sus dominios, a un extraño destino. Un año estaría navegando, ida y vuelta entre la ciudad carioca y el Río de la Plata. En ninguno de esos lugares se la aceptaba, hasta que producidos los hechos del 25 de mayo de 1810, la Junta de Gobierno la recibe, siempre y cuando ella se aloje en su chacra de las afueras.

Anita Perichón envejeció. Su casa se mantuvo en permanente tertulia, a su paso, aún, resonaban las coplas que la recordaban como amante del virrey.

La francesa vivió lo suficiente como para ver a su nieta preferida: Camila O´Gorman fusilada por su censurado amor con un cura.

Santiago, no pudo apagar el amor que ella le despertó en esa singular etapa de su vida, cuando era cincuentón y se lo aclamaba como un héroe.

Aunque en su correspondencia la mencionara como la “desgraciada”, es probable que antes de las detonaciones en “Cabeza de Tigre”, se le cruzara ese rostro tan amado y confuso
.



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet del artículo publicado en diciembre de 1993

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.